En la aldea
de la Isla, que no es isla,
las luces parpadean al llegar el viernes,
un rincón olvidado por la indiferencia,
donde el silencio pesa más que las palabras.
Personas
solitarias en la playa,
sus ojos fijos en pantallas brillantes,
mientras Olmo, fiel compañero,
y los árboles murmuran historias calladas.
Las vacas
pastan en un tiempo detenido,
los pájaros cantan sin preocupaciones,
y el Sueve, cansado, se niega a vestirse
de ocre, dejando tan solo un gris melancólico.
El cambio
climático también se nota,
como un susurro que desdibuja estaciones,
y yo, bajo la luz de mi lámpara,
siento el deseo de destruir lo que escribo.
Pero es la
inmadurez quien me retiene,
y en esta lucha de emociones contradictorias,
sigo plasmando en mi blog el eco
de una aldea que, en su soledad, respira.