Rafaelito nos hizo una señal desde detrás del gigantesco cortinón rojo
púrpura que dividia la gran sala del hotel Pribaltyskaya donde celebrábamos la
cena de la convención. Estábamos allí como los más aventajados vendedores de
ilusiones financieras de la corporación de leasing. No debíamos de ser los más
listos, para ser un buen comercial no es muy necesaria la inteligencia , si
la astucia y así nos lo habrían hecho creer y por la misma razón recompensar con
aquel viaje a la Unión Soviética. Los hechos que relato no avalan precisamente estas
atribuidas cualidades como podréis comprobar al finalizar este relato pero la por aquel entonces decadente Venecia del Norte, hoy San Petesburgo,
nos la habían rendido a nuestros piés con armas y bagajes.Ya habíamos
ascendido las sucias escalinatas del Palacio de Invierno jalonadas en cada
descanso por vetustas matrioskas sentadas en sillas de madera plegable de las
que rebosaban sus espesas carnes vigilantes de nuestros movimientos con la
indeferencia que concede a los que ya están resignados con la pérdida del paraiso. También habíamos homenajeado al
octubre rojo a bordo del acorazado Aurora amarrado en la márgen izquierdo del
Neva. Cruzamos al otro lado del rio, por el puente levadizo que da acceso a la
majestuosa fortaleza de Pedro y Pablo en la isla Zayachy y vimos, frente al
Almirantazgo, como una pareja de recién casados depositaba las flores de su
amor al pie de la estatua ecuestre de Pedro el Grande. Todos aquellos desfiles
, nombres de las calles, áulicas estaciones de suburbano, iglesias sin dios,
mezquitas sin rezos, monumentos que habían sido construidos para existir
siempre pero que ya empezaban a dejar de existir, todo ello lo estábamos viviendo en
días heladores e intensos. Rafaelito, si, era de Valparaiso y había llegado a la
Union Soviética en el 78 huyendo del inicuo Pinochet. Era un genuino
representante de la economía sumergida que en la escombrera de la Perestroika
sustentaba todavía la devaluada vanguardia de la clase obrera. Lo mismo te
ofrecía un paseo en barcaza por el helado Neva que un ushaka con la estrella
roja de un soldado soviético semi-desertor. No tardó en surgir entre nosotros
el líder jamesbondiano que con disimulo y estudiado ademán autoritario nos
indico que siguiésemos los pasos del, hasta aquel momento, simpático chileno.
Atravesamos un salón, un largo pasillo, otro gran salón, por fin un pasillo
algo más corto; subimos en el ascensor al piso 19; otra vez pasillo, salón y
pasillo, ventanas, columnas y más pasillos hasta encontrarnos los cinco frente
a la puerta 1923. Dichosa pretendida implantación de la utopía que el paraíso
del proletariado nos mostraba en todas sus formas del arte. Nuestro cicerone latino
nos dijo que tuviéramos la amabilidad de esperar mientras rebuscaba entre un
lío de llaves en el fondo de una repujada bolsa que portaba en bandolera. Abrió
por fin la puerta y ya en el interior de la habitación agregó con ridícula
retórica: -lo que vais a ver no existe para ustedes si en algo apreciais mi
existir- En la gruesa penumbra nuestro “Bond, James Bond” comentó atónito ante
la visión de montones de cajas apiladas que contenían, según aseguraba
el reasilado, decenas, cientos, miles de botes verdes,(¿verdes, pero
no eran rojos?): formidable, si, formidable, vamos a ello y no se hable más - Y
sacando la lista del bolsillo de su chaqueta inició el reparto del ansiado
manjar de los ríos siberianos que habíamos estraperlado la tarde anterior. El
que más arrampló con dos cajas.Cada caja debía de contener 40 botes. Yo no
recuerdo bien si fue por impotencia o dejadez o por duda presuntamente
inteligente, que solo me quedé con algunos, no más de los que podían rellenar
los bolsillos de mi gabán. Por las calles que Raskolnikov deambuló en su
atormentado remordimiento regresé en solitario al Hotel.
Los otros me habían precedido, no
esperaron a que finalizrá la parada militar en la avenida Nesky. Se me había
hecho tarde y era difícil a aquellas horas encontrar algúno de aquellos destartalados taxis marca Niva .
Más tarde logré parar un colectivo en el que ya no cabía una alfiler y me subí a él.
Fuimos aliviando las apreturas a medida que ibamos depositando por todos los
rincones de la ciudad de hielo hombres, mujeres y niños que aun conservaban en
sus pupilas el brillo patriótico del desfile del ejercito rojo . Por fin me quedé solo con
el chófer cosaco que trató de vacilarme con arriesgados derrapes en el hielo
por las solitarias calles de Leningrado mientras recitaba en voz alta con
maneras de histrión algo asi como: - Espanian, Francoooo, j aja ja, que vivffaa
Espanian- Visible mi enfado y creo que amedrentado por mi amenazante
gesticulación de que llamaría a la policía, me dejó en la gran escalinata de
granito verde que daba acceso al gran Hotel Pribaltyskaya, El taxista se alejó
por el Bolshoy Prospekt diluyendose sus cánticos en el Helado Báltico Muchos
años después (me permito parafrasear a García Márquez en el día que he conocido
su muerte), ya jubilados y frente a unas botellas de cerveza recordaba con
algunos de aquellos compañeros aquellos días remotos en que Rafaelito nos
vendió latas de comida para perros por latas de chatka o cangrejo ruso. En
resumidas cuentas, aquel héroe de la resistencia chilena, exiliado
político en la URSS de Gorbachov, nos la había dado con queso. Más no quedaría
ahí la cosa. En otra ocasión , desembarazado de la página en blanco, seguiré
contando algunas peripecias más del pícaro Rafaelito.
|
Catedral de San Pedro y San Pablo |